domingo, 29 de noviembre de 2015

Donde tengo que estar


 Siempre sentí fascinación por los carros mortuorios que llevaban chicos. Su blancura tenía algo que se mezclaba entre lo extraño y lo celestial, que generaba en mí una atracción que no nunca pude explicar. En los museos, cuando mi mamá no me veía, me pasaba todo el tiempo que podía contemplándolos. Ella odiaba que me gustaran. Siempre supuse que, al ser madre, le daba mala impresión imaginarse al hijo de alguien, muerto, y debía sentir el dolor de los padres de la criatura.
Tiempo después, me enteré de que ella había sido una de esas mujeres que despiden a un hijo antes de su primera palabra.
El día en que yo nací, nació también un gemelo varón, sin vida. Mi abuela, sin darse cuenta de que estaba hablando con una nena, me contó que en la panza no había habido suficiente comida para los dos, y que él había sido el que perdiera la competencia. Desde el momento en que supe esto, me quedé bastante angustiada. Me sentía culpable pensando en la vida que podría haber tenido mi hermanito, y que yo, de algún modo, le había robado.
Esa misma noche fue la primera vez que escuché su voz.
Me había levantado para ir al baño. La casa estaba en total silencio, apenas se escuchaban mis pisadas asincrónicas que hacían rechinar el piso de madera. Odiaba caminar por ese pasillo de noche porque era larguísimo y muy oscuro y con los ojos cerrados por el sueño no veía nada. Mientras avanzaba, me pareció escuchar a un nene cantar. Me quedé quieta, para intentar descubrir de dónde venía el canto. Quise pensar que podía ser el hijo del casero pero la casa estaba demasiado lejos como para escucharlo tan cerca. Volví a escuchar la voz y me resultó familiar. Entonces supe, o quise saber que era él, mi hermano, que habíamos crecido a destiempo por estar en espacios diferentes. Él desde el cielo, yo desde la tierra.
A partir de ahí, su presencia se instaló en mi vida. Cada noche antes de cerrar los ojos podía escuchar su canto. Me imaginaba una vida con él, uno en cada hamaca, en la plaza, compitiendo por quién llegaba más alto. Entonces me venía la culpa. Culpa por haberle sacado la oportunidad de tener mi familia, que debería ser nuestra, y de haber conocido todas las cosas hermosas de la vida. Por eso lo dejaba que apareciera y cantara, era lo mínimo que podía hacer por él.
Sin embargo, con el paso del tiempo, dejó de cantarme y comenzó a hablarme Me pedía que le cuente sobre mi infancia, la que yo había vivido por los dos. Yo le contaba sobre las historias de la abuela, las caricias de mamá y los paseos en cuatriciclo con papá. Se armaban unas lindas charlas, porque me hacía recordar los días felices de mi pasado y eso me hacía sentir bien. Nunca sentí miedo de mi hermanito, sino que esperaba que formara parte de mi vida.
Un día me dijo que no le contara más. Acepté, sin preguntarle el motivo. Sabía que escuchar recuerdos que él también debería haber tenido le daba un poco de envidia y era lógico. A cambio, me pidió que viviera por él algunas experiencias que le hubiera gustado tener, pero como no tenía cuerpo no podía. Obviamente le dije que sí, era lo mínimo que podía hacer por él.
Una de las primeras cosas que me pidió que hiciera fue treparme a un árbol. Por suerte eligió una actividad en la que era bastante buena. Pensé en uno que fuera especial y supe que era el momento para volver a subir al árbol de paltas que me ayudaba a trepar abuelito cuando era más chica. Sin abuelito, me daba miedo hacerlo sola pero tenía que superarlo. Ese día, a la hora de la siesta, me puse las zapatillas y fui a homenajear a mi hermano en la aventura. Cuando puse el primer pie, me acordé del recorrido que hacía para llegar hasta la copa e intenté repetirlo exactamente. Empezó a lloviznar pero no me importó, tenía que hacerlo, ya me quedaba muy poquito. Seguí subiendo, pero las ramas húmedas se volvían resbaladizas y yo no me podía agarrar bien. Busqué mantener el equilibrio pero mi ropa mojada pesaba y también el agua le pesaba a las paltas, que caían sobre mi cabeza. Tiré mi campera y quise seguir subiendo pero el árbol se movía y me raspaba los brazos y la lluvia se mezclaba con mi sangre y mis lágrimas ya no se distinguían y mis pies se resbalaban y caí. Caí, sin completar la misión que tanto había prometido.
Mientras me reponía de la torcedura de tobillo, me quedé muy mal: pensaba que no había podido terminar lo que me pidiera mi hermanito.
Apenas me curé, me encargó mi segunda misión. Esta vez, consistía en andar sin manos en la bicicleta y bajar por la calle de atrás. Nunca lo había probado porque la bici no era mi fuerte y la calle esa era muy empinada y me aterraba matarme con la velocidad. Sin embargo, lo quise hacer porque me lo había pedido y era lo mínimo que podía hacer por él.
A la mañana había llovido y el camino no se había secado todavía pero yo sabía que iba a poder. Me subí a la bici y con pedalear una vez alcanzó, porque la pendiente me absorbió. Era el momento de soltar mis manos y me puse contenta porque había avanzado varios metros. Hasta que vi la rama. Pero no podía tocar el manubrio porque iba a romper la promesa. Y me llevé por delante la rama. Caímos, primero la bici y después yo, y me clavé el manubrio en la cintura. No me importó tanto la caída, sino saber que otra vez le había fallado.
Ya para el siguiente pedido de mi hermanito, tenía la determinación para lograrlo. Él quería que yo fuera de noche al galpón, cruzando el patio, y que le consiguiera un objeto especial. La misión me daba muchísimo miedo, mamá siempre me decía que de noche no saliera de la casa porque podía aparecer alguien. Pero esta vez no podía fallarle. Esa misma noche, cuando mis papás se durmieron, agarré la linterna y me fui.
El jardín estaba apenas iluminado por un farol, que se perdía en la neblina densa, al igual que el galpón, que se veía como una sombra lejana. Me metí dentro de la nube negra en la que se había convertido mi patio, y caminé una infinidad hasta llegar a la puerta. Entré y empecé a buscar lo que me había pedido, intentando no hacer mucho ruido. Justo en el momento que me pareció verlo, la linterna empezó a parpadear, y con la poca pila que le quedaba alumbré y forcé la vista, hasta que se apagó y no lo vi más. Me quedé sumergida en una profunda oscuridad unos segundos, pensando cómo podía seguir. Desorientada, di unos pasos hacia donde creía que estaba la puerta y sin darme cuenta, pisé algo que se encendió y empezó a retumbar en todo el galpón, y llenó el espacio con un ruido que me taladraba las sienes. No aguanté y me fui corriendo y como no se veía nada me golpeé la frente con un estante y entre el corte que me hice y el sonido intermitente, sentía que la cabeza me iba a explotar. No me acuerdo mucho más de cómo logré salir. Sólo sé que no tenía el objeto conmigo y que le había fallado a mi hermanito. De nuevo. 
Nunca pude completar las misiones que me daba. Siempre terminaba lastimada. Una vez, hasta llegué a pensar que lo hacía a propósito, que su intención era la de hacerme sufrir. Y entonces, me acordaba de que él era varón y los varones son medio brutos, así que tal vez le hubiera gustado jugar así.
Sin embargo, nunca sentí tanta curiosidad como cuando me contó sobre la última misión. Me dijo que a pesar de haber fallado siempre, le había demostrado que lo quería mucho y que ya era hora de tener un poco de paz. Me pedía la última. Esta vez, el pedido fue demasiado simple. Tenía que ir a Junín 1760 y buscar un número que él me daba. No me quiso contar más, me dijo que era un secreto entre los dos, por eso no le podía contar a nadie. Era un alivio saber que esta vez no iba a tener que hacer nada que me diera miedo.
Cuando llegué a la calle Junín, me topé con muros y columnas altísimas, que parecían dividir dos mundos incompatibles que no se podían mirar a los ojos. Pasé ese umbral y me encontré con una persona, que me indicó cómo encontrar ese número. Me dijo que en 20 minutos cerraban, entonces me apuré para llegar a tiempo.
Adentro, parece una aldea. Calles de cemento y casitas de piedra. Los habitantes están hechos de silencio. Es el pueblo de los sin voz. O cuyas voces se reservan para los más afortunados.
Seguí caminando y me pareció escuchar unos gritos desde una de esas casitas. Me asomé por el vidrio para ver si había alguien. El piso estaba lleno de escombros y parecía que había un agujero. Sin duda alguien se había caído. La puerta estaba abierta y entré. Era él. Era su voz. Me pedía que lo sacara de donde estaba, que lo trajera conmigo, que lo ayudara de una vez por todas. Era él, que se quería encontrar conmigo. Me agaché para darle una mano pero no podía verlo. Cada vez escuchaba su voz más cerca, como si estuviera subiendo desde ahí abajo. Me quedé quieta hasta que me susurró al oído y una fuerza me empujó, la puerta se cerró, sentí el vacío de la caída, la profunda oscuridad, el golpe contra la madera, los escombros sobre mí y las campanas, que anunciaban que cerraba el cementerio.

Ahora estoy donde tengo que estar.                          

No hay comentarios:

Publicar un comentario